Lead Street, Albuquerque (Lucia Berlin)


–Ya lo capto… Si lo miras de una manera son dos personas besándose, y si lo miras de otra es una urna.

Rex le sonrió a mi marido, Bernie. Bernie se quedó ahí plantado sonriendo también. Contemplaban un gran acrílico en blanco y negro en el que Bernie había trabajado durante meses, parte de la exposición final de su máster. Esa noche hacíamos un avance de la muestra y una fiesta en nuestro apartamento de Lead Street.
Había un barril de cerveza y todo el mundo iba bastante alegre. Quise decirle algo a Rex sobre aquella burla. Era un desalmado, un arrogante. Y quise matar a Bernie por sonreír como un bobo. Pero me quedé ahí sin más, dejando que Rex me acariciara el culo mientras insultaba a mi marido.
Rellené los cuencos de crema de queso a las finas hierbas y de patatas fritas y guacamole y salí a las escaleras. No había nadie más fuera, y estaba demasiado deprimida para avisarlos y que vinieran a ver la increíble puesta de sol. ¿Hay una palabra que sea lo contrario de déjà vu? ¿O una palabra para describir que vi todo mi futuro pasar fugazmente ante mis ojos? Vi que me quedaría en el Banco Nacional de Albuquerque y que Bernie conseguiría su doctorado y seguiría pintando cuadros malos y haciendo alfarería y le darían la titularidad. Tendríamos dos hijas y una sería dentista y la otra adicta a la cocaína. Bueno, por supuesto no sabía todo eso, pero vi que no sería un camino de rosas. Y supe que al cabo de años y años probablemente Bernie me dejaría por una de sus alumnas y me destrozaría, pero entonces volvería a estudiar y a los cincuenta por fin podría dedicarme a hacer las cosas que quería, aunque estaría cansada.
Volví adentro. Marjorie me saludó con la mano. Ella y Ralph vivían arriba. Él también estudiaba Bellas Artes. Nuestro piso en Lead Street estaba en un edificio viejo de ladrillo, muy viejo, con techos altos y ventanas, suelos de madera y chimeneas. A pocas calles de la facultad, en un solar inmenso plagado de girasoles silvestres y malvas. Ralph y Bernie aún son buenos amigos. Marjorie y yo nos llevábamos bien. Era una buena chica, sencilla. Trabajaba de dependienta en Piggly-Wiggly, envasando comidas para llevar tipo Maravilla de Frijoles. Un día volvió extasiada porque descubrió que podía echarse en la cama y arroparse con las sábanas y las mantas bien tirantes, y luego simplemente deslizarse con cuidado y remeter las orillas. ¡Qué gran ahorro de tiempo! Guardaba los envoltorios de la mantequilla para engrasar las sartenes. ¿Por qué soy tan mezquina? Yo la adoraba.
–¡Adivina, Shirley! ¡Rex se instala en el apartamento libre! ¡Y va a casarse!
–Caramba. Bueno, así se animarán las cosas por aquí.
Era una noticia fascinante. Rex era un hombre fascinante. Joven, solo tenía veintidós años, pero con un talento y una habilidad ya asombrosos. Todos dábamos por hecho que estaba destinado a la fama. Ahora es bastante famoso, aquí y en Europa. Trabaja con bronce y mármol, piezas clásicas simples, nada de esa historia delirante que hacía en Albuquerque. Su escultura es pura, concebida con respeto y cuidado. Te deja sin aliento.
No era guapo. Grandote. Pelirrojo, con los dientes un poco salidos y la barbilla hundida, una frente abombada sobre unos ojos vivaces y penetrantes. Gafas gruesas, tripa, manos hermosas. Era el hombre más sexy que he conocido. Las mujeres caían rendidas nada más verlo; se había acostado con todo el departamento de Arte. Era fuerza y energía y visión. No visión en el sentido de amplitud de miras, aunque también la tenía. Es que lo veía todo. Detalles, la luz en una botella. Le encantaba descubrir, mirar. Y te hacía mirar, te hacía ir a ver un cuadro, leer un libro. Te hacía tocar la berenjena, tibia al sol. Bueno, por supuesto yo también me enamoré locamente de él, cómo no.
–¿Y ella quién es? ¿Quién podría ser? –me senté al lado de Marjorie en nuestro sofá cama desfondado.
–Tiene diecisiete años, es de aquí pero se crio en Sudamérica, actúa como si fuera extranjera, tímida. Estudia literatura. Maria, se llama. Hasta aquí la primicia.
Los hombres estaban hablando de la guerra de Corea, como de costumbre. Todo el mundo tenía miedo de que llamaran a filas, porque ya no daban prórroga de estudios. Rex estaba hablando.
–Hay que tener un crío. Se publicó la semana pasada. Los padres ahora están exentos del servicio. ¿Por qué diablos creéis que me caso, si no?
Así fue como empezó. Bah, no es que crea que todos nos acostáramos esa noche y concibiéramos bebés. Pero a lo mejor fue así, porque justo al cabo de nueve meses y medio Maria, Marjorie y yo dimos a luz, y a nuestros maridos no los llamaron a filas. No el mismo día, claro. Maria tuvo a Ben, una semana después yo tuve a Andrea, y una semana más tarde Marjorie tuvo a Steven.
Rex y Maria se casaron por un juzgado de paz y luego se mudaron. Aunque no como la otra gente. Ya sabes, limpias el piso, pides prestada una camioneta, colocas estanterías, tomas cerveza, sacas las cosas de las cajas y te desplomas. Estuvieron semanas pintando. Todo era blanco, beis y negro, salvo la cocina que era de un ocre quemado. Rex hizo la mayor parte de los muebles. Eran austeros y modernos, realzados por sus enormes esculturas de metal negro y vidrio policromado, sus grabados en blanco y negro. Una preciosa vasija de Ácoma. Más allá de eso, la única nota de color la ponía el plumaje rubí del cuello de los gorriones de Java en una jaula blanca colgada del techo. Quedó impresionante, parecía sacado de la Architectural Digest.
Incluso a Maria la remodeló. Pasamos a verlos, con algo de comer, mientras estaban desembalando. Ella era dulce y fresca. Encantadora, con un pelo castaño rizado y ojos azules, llevaba vaqueros y una camiseta rosa. Pero después de que se mudaran se tiñó el pelo negro y se lo planchó liso. Se pintaba una raya negra en los ojos y vestía solo de blanco y negro. Nada de carmín en los labios. Joyas pesadas y fabulosas que él había hecho. Dejó de fumar.
Hablaba más cuando Rex no estaba delante, era divertida al estilo de Lucille Ball. Bromeaba sobre su cambio de imagen, nos contó que la primera vez que él la vio desnuda exclamó: «¡Eres asimétrica!». Rex la hacía dormir boca abajo, con la nariz aplastada contra el almohadón; su nariz respingona era una ligera imperfección. Siempre la corregía, por su manera de sentarse, de estar de pie. Le movía los brazos como si fuesen de arcilla, le ladeaba la cabeza. La fotografiaba sin cesar. A medida que avanzaba el embarazo dibujaba esbozo tras esbozo al carboncillo. Una de sus obras más bellas es un bronce de una mujer embarazada. Está en los jardines delante de General Motors, en Detroit.
Nosotros no sabíamos muy bien lo que sentía por ella, la verdad. Si se había casado solo por el bebé. Maria debía de tener algún dinero; Rex se compró un MG-TD exclusivo el día después de la boda. Puedo entender que se casara con ella solo por lucirla. No era cariñoso. Se burlaba de ella y la mangoneaba, pero quizá simplemente no supiera mostrar lo que sentía.
Maria adoraba a Rex. Cedía en todo, apenas abría la boca cuando él estaba cerca, aunque con nosotros bromeaba y hablaba sin parar. Daba miedo, o lástima, según cómo enfocaras la situación. Cada noche lo acompañaba al estudio.
–No puedo decir una palabra, pero me deja mirar. ¡Es tan magnífico verlo trabajar!
Pequeñas cosas. Una mañana de invierno fui a pedirles un poco de café y ella estaba planchándole los calzoncillos para dárselos calientes cuando saliera de la ducha. En serio.
No se trataba solo de que fuese joven. Llevaba toda la vida de un lado a otro. Su padre era ingeniero de minas; su madre había estado enferma, o loca. No hablaba de ellos más que para decir que la habían repudiado cuando se casó, que no contestaban a sus cartas. Daba la impresión de que nadie le hubiese contado ni enseñado en qué consistía hacerse mayor, formar una familia o ser una esposa. De que una razón de que fuese tan callada era que estaba observando, para ver cómo se hacía.
Por desgracia estudió la cocina de Marjorie. Recuerdo una escena que vi una noche cuando Rex llegó a casa. Maria le presentó con orgullo una fuente a base de hamburguesa y Fritos, y él se la volcó encima entera. Ardiendo. «¿Cómo puedes ser tan zafia?» Aprendió, sin embargo. Poco después la vi con el libro de Alice B. Toklas, preparando cóctel de gambas.
Cada día limpiaba la jaula de los pájaros. Las hojas de The New Yorker encajaban al pelo. Deliberaba durante horas qué fotografía poner. ¡No, Rex odia esos anuncios de cristal Steuben! Ella odiaba los pájaros y me pedía que les cortara las uñas, o que sacara sus platitos para lavarlos.
A Maria le aterraba tener un hijo. No la parte física, sino ¿qué haces con la criatura?
–¿Qué voy a enseñarle? ¿Cómo voy a evitar que se haga daño? –preguntaba.
Fueron meses felices, mientras las tres estábamos embarazadas. Aprendimos a tejer. Marjorie lo hizo todo rosa, y fue una lástima, porque le salió Steven. Yo hice todo amarillo. Soy práctica. Por supuesto, bajo la dirección de Rex, Maria hizo la ropa y las colchas en rojos y negros y tonos sombra. ¡Un jersey de bebé caqui! Pasábamos horas en Sears y Penney’s comprando arrullos y camisones y blusas. Envolvimos todo con esmero en plástico, y luego por turnos fuimos a casa de las demás y lo sacamos de nuevo prenda por prenda. Tomábamos té frío y comíamos biscotes integrales y jalea de uva mientras leíamos en voz alta los consejos del doctor Spock. Maria siempre quería releer la parte de enjuagar el pañal en el inodoro. Le hacía gracia cómo te recordaba que sacaras el pañal antes de tirar de la cadena.
Sarpullidos. A todas nos aterrorizaban los sarpullidos. Quizá no fueran nada. Solo una erupción por el calor. O quizá fueran sarampión o varicela o meningitis espinal. Fiebre de las Montañas Rocosas.
Cuando los bebés empezaron a moverse nos sentábamos bien juntas en el sofá y nos palpábamos unas a otras la barriga para notar cómo se movían y daban pataditas. Llorábamos y nos abrazábamos, de alegría.
Los bebés nacerían en septiembre. A Maria se le metió en la cabeza poner plantas que estuviesen en flor en esa época, así que allí nos tenías bajo el sol mortal de Nuevo México con nuestras panzas enormes, cavando y plantando cinias y malvarrosas y girasoles gigantes. Maria incluso mandó pedir nada menos que doscientos chopos al Departamento de Agricultura. Insistió en plantarlos todos ella misma. Apenas levantaban un palmo del suelo, pero los plantó a un metro de distancia, como le recomendaron. Rodeaban toda la casa, ¡casi daban la vuelta a la manzana! Tuvo que comprar más manguera, la trajo a cuestas en autobús desde Sears. Y los chopos crecieron, desde luego, cuando nacieron los bebés nos llegaban a media pierna.
Hace mucho que me volví a casar. Con Will, un banquero, un hombre cariñoso, fuerte. Me doctoré en Historia y doy clases en la Universidad de Nuevo México. Sobre la guerra de Secesión. A veces, al volver a casa, me desvío un poco y paso por Lead Street y el antiguo apartamento. El barrio ahora es un vertedero, el edificio una ruina, cubierto de pintadas, las ventanas con tablones, pero… ¡los chopos! Más altos que el tejado, dando sombra a todo ese bloque polvoriento y desolado. Hizo bien en plantarlos separados, forman un frondoso muro verde.
Ninguno de nuestros maridos estuvo mucho por allí durante el embarazo. Estaban trabajando o dando clases o en seminarios. Rex tenía una aventura con Bonnie, una modelo, pero dudo que Maria lo supiera. A otra amiga se lo habría dicho, la habría aconsejado, hubiera metido las narices, pero con Maria solo querías protegerla, ahorrarle sufrimiento. No es que fuera estúpida. Veía las cosas, pero siempre parecía titubeante, como un ciego antes de cruzar la calle. Habías de contenerte para no ir en su ayuda a cada momento. O simplemente la ayudabas en lo que necesitara. Y ella sonreía: uf, gracias.
Nacieron los bebés. Rex estaba en una exposición en Taos cuando llegó Ben, así que Bernie y yo llevamos a Maria al hospital. Fue un parto difícil. A Maria le pasaba algo en la columna y le tuvieron que romper el coxis para que saliera la cabeza. Pero salió, y tenía el pelo bien colorado, como el de Rex. Gritón y robusto. De veras pareció nacer con la pasión y el ímpetu de su padre.
Cuando llegué a la habitación del hospital al día siguiente me sorprendió ver a Maria levantada de la cama, de pie en la ventana. Lloraba a lágrima viva.
–Oh, ¿estás triste porque Rex no esté aquí? Ya lo hemos encontrado. ¡Llegará de un momento a otro!
(Dimos con él, por fin, en La Fonda de Santa Fe, con Bonnie.)
–No, no es eso. Soy feliz. Soy tan feliz… Shirley, mira a toda esa gente ahí abajo. Andando de acá para allá y sentados en sus coches y trayendo flores. Todos fueron concebidos alguna vez. Dos personas los concibieron y entonces cada uno vino a este mundo. Nació. ¿Cómo es que nadie habla de eso? ¿Sobre morir o nacer?
Rex pareció más curioso que contento con el bebé. Estaba fascinado por la fontanela. Al principio hizo muchas fotografías, luego paró.
–Es demasiado maleable.
Empezó a irritarse más y más con los llantos del bebé, pasaba aún más horas en el estudio. Estaba trabajando en una serie de bajorrelieves. Obras grandes, valientes y atávicas. Las he visto varias veces en un museo de Washington. Me gusta recordar cuando íbamos todos a verlo trabajar en ellas en el estudio sofocante de calor.
No soportaba los olores del bebé. Maria lavaba a diario, a mano, no paraba de cambiar sábanas y pañales. Se quedó aún más delgada, aunque tenía los pechos llenos, la cara radiante. «¡Incandescente!», decía Rex, y la dibujaba una y otra vez en pasteles cálidos.
Nació nuestra Andrea, y luego Steven. Bebotes tranquilos, adorables los dos. Bernie y Ralph estaban tan entusiasmados como Marjorie y yo, incluso dejaron los seminarios para pasar más tiempo en casa. Maria venía con Ben al caer la tarde. Veíamos juntos los programas de Ernie Kovacs y Ed Sullivan, La ley del revólver. A veces jugábamos al Monopoly y al Scrabble. Sobre todo, sin ningún pudor, simplemente jugábamos con los bebés, los colmábamos de besos y les dábamos de mamar y los hacíamos eructar y los cambiábamos. ¡Ha sonreído! Eso solo son gases. No, te juro que ha sonreído.
Nos acostumbramos a no verle mucho el pelo a Rex. Trabajaba incluso el fin de semana, cuando hacíamos barbacoas fuera entre las cinias y los chopos. Maria nunca se quejaba, pero se la veía cansada. Ben tenía cólicos, no dormía. Ella siempre estaba inquieta. ¿Cómo hago para que esté contento, para calmarlo? ¿Cómo hago para dormir?
Rex recibió una beca para estudiar en Cranbrook en otoño. Una buena escuela de bellas artes en Míchigan. Fue precipitado, en cuanto se enteró comenzó a preparar sus herramientas. Estaba en el estudio la noche antes de marcharse. Fui a ver a Maria. Ben dormía. Maria estaba callada, me pidió un cigarrillo, pero le dije que no, Rex me mataría.
–¿Te quedarías con los pájaros? –me preguntó.
–Claro. Me encantan. Vendré a por ellos mañana –eso fue todo lo que dijimos, aunque me quedé allí largo rato. Fue un momento horrible, de esos en los que sabes que deberías hablar, o escuchar, y el silencio retumba.
A las seis de la mañana Rex empezó a cargar el coche y el remolque, y luego se fue. Maria apareció minutos después en mi puerta con la jaula de los pájaros y una bolsa de alpiste. ¡Gracias! Mientras me vestía para ir al trabajo oía ruidos que venían de su apartamento, martillazos y música y golpes ahogados.
Llegué unos minutos antes de que Rex volviera.
Maria había descolgado todos los cuadros y grabados modernos, había clavado con chinchetas las típicas láminas de una residencia universitaria. Los girasoles de Van Gogh. Un desnudo de Renoir. El cartel de un rodeo con un cowboy a lomos de un caballo encabritado. Elvis Presley.
Cubriendo el sofá crudo había una manta mexicana. No una manta oaxaqueña, sino una naranja, verde, amarilla, azul, roja y lila con unos flecos sucios enmarañados. Por la radio, donde solían sonar Vivaldi y Bach, se oía la guitarra de Buddy Holly.
Llevaba unas coletas, anudadas con lazos amarillos. Se había puesto pintalabios rosa y sombra de ojos turquesa, volvía a ir en vaqueros y con la camiseta rosa, y unas botas tejanas. Tenía los pies encima de la mesa de la cocina. Estaba fumando, tomando café. Ben gateaba alrededor por las baldosas negras de la cocina, con nada más que un pañal empapado, dejando espirales húmedas en el suelo. Tenía biscotes en una mano, migas por toda la cara. Con la otra mano iba sacando cacharros de los armarios y los dejaba caer al suelo.
Me quedé pasmada. Rex llegó por las escaleras y entró en el salón. No hacía ni media hora que se había marchado.
–El puto eje se ha roto. Tengo que esperar –miró alrededor–. ¿Dónde están los gorriones de Java?
–En mi casa.
Se miraron fijamente. Ella siguió sentada, presa del terror, no se movió, ni siquiera levantó del suelo al bebé, que empezó a armar jaleo, esparciendo trozos de biscotes por todas partes. Rex se puso furioso. Se abalanzó hacia ella. Luego dio un paso atrás, y se quedó paralizado, completamente atónito.
–Chicos…, perdonad que me meta, pero por favor, no os lo toméis a la tremenda. Esto tiene guasa. Algún día miraréis atrás y os parecerá muy divertido.
No me hicieron ningún caso. El aire estaba denso, saturado de rabia. Rex apagó la radio. Pérez Prado. ¡Cerezo rosa!
–Esperaré en la escalera a que llamen del taller –dijo Rex–. No. Casi mejor me voy –y se marchó.
Maria no se movió.
Momentos perdidos. Una palabra, un gesto pueden cambiarte la vida, pueden romperlo todo o recomponerlo. Pero ninguno de los dos dio el paso. Él se marchó, ella se encendió otro cigarrillo, y yo me fui a trabajar.
Maria y yo nos quedamos otra vez embarazadas. Para mí fue una alegría, igual que para Bernie. Maria no quería hablar del tema. No, por supuesto que no se lo había dicho a Rex. Así que esta vez fue distinto; me contuve, esperando a que ella fuera recuperando el entusiasmo.
Aun así pasamos un otoño genial. Los fines de semana íbamos a las fuentes termales de Jémez, hacíamos meriendas junto al río. Las noches de calor nos amontonábamos todos en nuestro coche y nos íbamos a la sesión doble del autocine Cactus. Maria estaba más serena, más feliz. Había empezado a traducir, pasaba horas trabajando mientras Ben dormía. Asistía a un curso de poesía en la Universidad de Nuevo México, se sentaba al sol y leía a Walt Whitman, fumaba, tomaba café. Siempre llevaba un pañuelo rojo en la cabeza, porque había dejado de teñirse. Empezó a tomárselo con más calma con Ben, a disfrutarlo. Los demás íbamos mucho a su casa, comíamos chili y espaguetis, jugábamos a las charadas con los bebés gateando alrededor.
Acción de Gracias. Rex iba a venir a casa. Dios, no me podía ni imaginar cómo se sentía ella. Yo estaba hecha un manojo de nervios. La ayudé a devolver la casa a su estado primigenio, le pasé unos ansiolíticos para que llevara mejor dejar los cigarrillos. Maria dijo que prefería no encontrarse a solas con Rex al principio, así que se le ocurrió hacer una fiesta para recibirlo. Puso un cartel de ¡BIENVENIDO A CASA! encima de la puerta principal, pero supuso que le parecería una cursilería y lo descolgó.
Allí estábamos todos, nerviosos. Había varias parejas más de la facultad. El apartamento lucía espléndido. Crisantemos blancos en un jarrón negro de Santo Domingo. Maria estaba muy bronceada, vestida de lino blanco, con un destello de turquesa. Llevaba el pelo largo, liso y negro azabache.
Rex entró como un vendaval. Sucio y flaco, lleno de vida, soltó cajas y portafolios que se desparramaron por el suelo. Nunca antes lo había visto besarla, deseé con todas mis fuerzas que les fuera bien.
Fue toda una celebración. Maria había preparado curri auténtico, había toneladas de vino. Aunque la verdad es que fue Rex, cargado de novedades y bromas y un torbellino de entusiasmo, quien nos iluminó a todos. El pequeño Ben pasaba disparado por el salón con su andador de goma, babeando y riendo. Rex lo abrazaba, lo alzaba al vuelo, lo miraba.
Durante el café, Rex nos enseñó diapositivas de las obras que había hecho ese verano, básicamente las esculturas de la mujer embarazada, pero un sinfín de otras cosas, dibujos, cerámica, tallas en mármol. Desbordaba entusiasmo, nervio.
–Y ahora viene la noticia. No os lo vais a creer. Yo aún no me lo creo. Tengo un mecenas. Una mecenas. Una anciana rica de Detroit. Va a pagarme, va a pagarme para que vaya a Italia durante al menos un año. A una villa a las afueras de Florencia. Pero la villa no importa. Hay una fundición. ¡Una fundición para bronce! ¡Me marcho el mes que viene!
–¿Yo y Ben también? –susurró Maria.
–Ben y yo. Claro. Aunque iré de avanzadilla a poner las cosas en orden.
Todo el mundo aplaudía y daba abrazos hasta que Rex se levantó y dijo:
–Esperad, que hay más. ¡Agarraos! ¡También me han dado una Guggenheim!
Primero de nada pensé en Bernie. Supe que se alegraría por Rex, pero habría entendido que se pusiera celoso. Tenía treinta años, Rex solo veintitrés y el futuro ya servido en bandeja de plata. De todos modos Bernie fue sincero cuando le estrechó la mano.
–Nadie lo merece más –le dijo.
Todos se marcharon menos nosotros dos. Bernie fue a casa y trajo una botella de Drambuie. Los hombres bebieron y hablaron de Cranbrook, pasaron otra vez las diapositivas. Maria y yo lavamos los platos y tiramos la basura.
–Ya es hora de que nos vayamos a casa –le dije a Bernie, y recogí a Andrea.
Maria y Rex habían ido a ver a Ben. Esperamos para despedirnos, los oímos susurrando en el dormitorio.
Supongo que Maria le contó que estaba de nuevo embarazada. Rex salió de la habitación, pálido.
–Buenas noches –dijo.
Se marchó a la mañana siguiente, antes de que ella o Ben se despertaran. Se llevó los cuadros y esculturas y cerámicas, la radio y la vasija de Ácoma. Ninguno de nosotros volvió a verlo nunca más.


Lucia Berlin
Relato que pertenece a la edición Una noche en el paraíso


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