Lavandería Ángel (Lucia Berlin)
Un indio viejo y alto con unos
Levi’s descoloridos y un bonito cinturón zuni. Su pelo blanco y
largo, anudado en la nuca con un cordón morado. Lo raro fue que
durante un año más o menos siempre estábamos en la Lavandería
Ángel a la misma hora. Aunque no a las mismas horas. Quiero decir
que algunos días yo iba a las siete un lunes, o a las seis y media
un viernes por la tarde, y me lo encontraba allí.
Con la señora Armitage había
sido diferente, aunque ella también era vieja. Eso fue en Nueva
York, en la Lavandería San Juan de la calle 15. Portorriqueños. El
suelo siempre encharcado de espuma. Entonces yo tenía críos
pequeños y solía ir a lavar los pañales el jueves por la mañana.
Ella vivía en el piso de arriba, el 4-C. Una mañana en la
lavandería me dio una llave y yo la cogí. Me dijo que si algún
jueves no la veía por allí, hiciera el favor de entrar en su casa,
porque querría decir que estaba muerta. Era terrible pedirle a
alguien una cosa así, y además me obligaba a hacer la colada los
jueves.
La señora Armitage murió un
lunes, y nunca más volví a la Lavandería San Juan. El portero la
encontró. No sé cómo.
Durante meses, en la Lavandería
Ángel, el indio y yo no nos dirigimos la palabra, pero nos
sentábamos uno al lado del otro en las sillas amarillas de plástico,
unidas en hilera como las de los aeropuertos. Rechinaban en el
linóleo rasgado y el ruido daba dentera.
El indio
solía quedarse allí sentado tomando tragos de Jim Beam, mirándome
las manos. No directamente, sino por el espejo colgado en la pared,
encima de las lavadoras Speed Queen. Al principio no me molestó. Un
viejo indio mirando fijamente mis manos a través del espejo sucio,
entre un cartel amarillento de PLANCHA 1,50 $ LA DOCENA y plegarias
en rótulos naranja fosforito. DIOS, CONCÉDEME LA SERENIDAD PARA
ACEPTAR LAS COSAS QUE NO PUEDO CAMBIAR. Hasta que empecé a
preguntarme si no tendría una especie de fetichismo con las manos.
Me ponía nerviosa sentir que no dejaba de vigilarme mientras fumaba
o me sonaba la nariz, mientras hojeaba revistas de hacía años. Lady
Bird Johnson, cuando era primera dama, bajando los rápidos.
Al final acabé por seguir la
dirección de su mirada. Vi que le asomaba una sonrisa al darse
cuenta de que también yo me estaba observando las manos. Por primera
vez nuestras miradas se encontraron en el espejo, debajo del rótulo
NO SOBRECARGUEN LAS LAVADORAS.
En mis ojos había pánico. Me
miré a los ojos y volví a mirarme las manos. Horrendas manchas de
la edad, dos cicatrices. Manos nada indias, manos nerviosas,
desamparadas. Vi hijos y hombres y jardines en mis manos.
Sus manos ese día (el día en
que yo me fijé en las mías) agarraban las perneras tirantes de sus
vaqueros azules. Normalmente le temblaban mucho y las dejaba apoyadas
en el regazo, sin más. Ese día, en cambio, las apretaba para
contener los temblores. Hacía tanta fuerza que sus nudillos de adobe
se pusieron blancos.
La única vez que hablé fuera
de la lavandería con la señora Armitage fue cuando su váter se
atascó y el agua se filtró hasta mi casa por la lámpara del techo.
Las luces seguían encendidas mientras el agua salpicaba arcoíris a
través de ellas. La mujer me agarró del brazo con su mano fría y
moribunda y dijo: «¿No es un milagro?».
El indio se llamaba Tony. Era
un apache jicarilla del norte. Un día, antes de verlo, supe que la
mano tersa sobre mi hombro era la suya. Me dio tres monedas de diez
centavos. Al principio no entendí, estuve a punto de darle las
gracias, pero entonces me di cuenta de que temblaba tanto que no
podía poner en marcha la secadora. Sobrio ya es difícil. Has de
girar la flecha con una mano, meter la moneda con la otra, apretar el
émbolo, y luego volver a girar la flecha para la siguiente moneda.
Volvió más tarde, borracho,
justo cuando su ropa empezaba a esponjarse y caer suelta en el
tambor. No consiguió abrir la portezuela, perdió el conocimiento en
la silla amarilla. Seguí doblando mi ropa, que ya estaba seca.
Ángel y yo llevamos a Tony al
cuarto de la plancha y lo acostamos en el suelo. Calor. Ángel es
quien cuelga en las paredes las plegarias y los lemas de AA. NO
PIENSES Y NO BEBAS. Ángel le puso a Tony un calcetín suelto húmedo
en la frente y se arrodilló a su lado.
—Hermano, créeme, sé lo que
es… He estado ahí, en la cloaca, donde estás tú. Sé exactamente
cómo te sientes.
Tony no abrió los ojos.
Cualquiera que diga que sabe cómo te sientes es un iluso.
La
Lavandería Ángel está en Albuquerque, Nuevo México. Calle 4.
Comercios destartalados y chatarrerías, locales donde venden cosas
de segunda mano: catres del ejército, cajas de calcetines sueltos,
ediciones de Higiene
femenina
de 1940. Almacenes de cereales y legumbres, pensiones para parejas y
borrachos y ancianas teñidas con henna que hacen la colada en la
lavandería de Ángel. Adolescentes chicanas recién casadas van a la
lavandería de Ángel. Toallas, camisones rosas, braguitas que dicen
«Jueves». Sus maridos llevan monos de faena con nombres impresos en
los bolsillos. Me gusta esperar hasta que aparecen en la imagen
especular de las secadoras. «Tina», «Corky», «Junior».
La gente de paso va a la
lavandería de Ángel. Colchones sucios, tronas herrumbrosas atadas
al techo de viejos Buick abollados. Sartenes aceitosas que gotean,
cantimploras de lienzo que gotean. Lavadoras que gotean. Los hombres
se quedan en el coche bebiendo, descamisados, y estrujan con la mano
las latas vacías de cerveza Hamm’s.
Pero sobre todo son indios los
que van a la lavandería de Ángel. Indios pueblo de San Felipe,
Laguna o Sandía. Tony fue el único apache que conocí, en la
lavandería o en cualquier otro sitio. Me gusta mirar las secadoras
llenas de ropas indias y seguir los brillantes remolinos de púrpuras,
naranjas, rojos y rosas hasta quedarme bizca.
Yo voy a la
lavandería de Ángel. No sé muy bien por qué, no es solo por los
indios. Me queda lejos, en la otra punta de la ciudad. A una manzana
de mi casa está la del campus, con aire acondicionado, rock melódico
en el hilo musical. New
Yorker, Ms.,
y Cosmopolitan.
Las esposas de los ayudantes de cátedra van allí y les compran a
sus hijos chocolatinas Zero y Coca-Colas. La lavandería del campus
tiene un cartel, como la mayoría de las lavanderías, advirtiendo
que está TERMINANTEMENTE PROHIBIDO LAVAR PRENDAS QUE DESTIÑAN.
Recorrí toda la ciudad con una colcha verde en el coche hasta que
entré en la lavandería de Ángel y vi un cartel amarillo que decía:
AQUÍ PUEDES LAVAR HASTA LOS TRAPOS SUCIOS.
Vi que la colcha no se ponía
de un color morado oscuro, aunque sí quedó de un verde más
parduzco, pero quise volver de todos modos. Me gustaban los indios y
su colada. La máquina de Coca-Cola rota y el suelo encharcado me
recordaban a Nueva York. Portorriqueños pasando la fregona a todas
horas. Allí la cabina telefónica estaba fuera de servicio, igual
que la de Ángel. ¿Habría encontrado muerta a la señora Armitage
si hubiera sido un jueves?
—Soy el jefe de mi tribu
—dijo el indio. Llevaba un rato allí sentado, bebiendo oporto,
mirándome fijamente las manos.
Me contó que su mujer
trabajaba limpiando casas. Habían tenido cuatro hijos. El más joven
se había suicidado, el mayor había muerto en Vietnam. Los otros dos
eran conductores de autobuses escolares.
—¿Sabes por qué me gustas?
—me preguntó.
—No, ¿por qué?
—Porque eres una piel roja
—señaló mi cara en el espejo. Tengo la piel roja, es verdad, y
no, nunca he visto a un indio de piel roja.
Le gustaba
mi nombre, y lo pronunciaba a la italiana. Lu-chí-a.
Había estado en Italia en la Segunda Guerra Mundial. Cómo no, entre
sus bellos collares de plata y turquesa llevaba colgada una placa.
Tenía una gran muesca en el borde.
—¿Una bala?
No, solía morderla cuando
estaba asustado o caliente.
Una vez me propuso que fuéramos
a echarnos en su furgoneta y descansáramos juntos un rato.
—Los esquimales lo llaman
«reír juntos» —señalé el cartel verde lima, NO DEJEN NUNCA LAS
MÁQUINAS SIN SUPERVISIÓN.
Nos echamos a reír, uno al
lado del otro en nuestras sillas de plástico unidas. Luego nos
quedamos en silencio. No se oía nada salvo el agua en movimiento,
rítmica como las olas del océano. Su mano de buda estrechó la mía.
Pasó un tren. Me dio un
codazo.
—¡Gran caballo de hierro! —y
nos echamos a reír otra vez.
Tengo muchos prejuicios
infundados sobre la gente, como que a todos los negros por fuerza les
ha de gustar Charlie Parker. Los alemanes son antipáticos, los
indios tienen un sentido del humor raro. Parecido al de mi madre: uno
de sus chistes favoritos es el del tipo que se agacha a atarse el
cordón del zapato, y viene otro, le da una paliza y dice: «¡Siempre
estás atándote los cordones!». El otro es el de un camarero que
está sirviendo y le echa la sopa encima al cliente, y dice: «Oiga,
está hecho una sopa». Tony solía repetirme chistes de esos los
días lentos en la lavandería.
Una vez estaba muy borracho,
borracho violento, y se metió en una pelea con unos vagabundos en el
aparcamiento. Le rompieron la botella de Jim Beam. Ángel dijo que le
compraría una petaca si iba con él al cuarto de la plancha y le
escuchaba. Saqué mi colada de la lavadora y la metí en la secadora
mientras Ángel le hablaba de los doce pasos.
Cuando salió, Tony me puso
unas monedas en la mano. Metí su ropa en una secadora mientras él
se debatía con el tapón de la botella de Jim Beam. Antes de que me
diera tiempo a sentarme, empezó a hablar a gritos.
—¡Soy un jefe! ¡Soy un jefe
de la tribu apache! ¡Mierda!
—Tú sí que estás hecho
mierda —se quedó sentado, bebiendo, mirándome las manos en el
espejo—. Por eso te toca hacer la colada, ¿eh, jefe apache?
No sé por qué lo dije. Fue un
comentario de muy mal gusto. A lo mejor pensé que se reiría. Y se
rio, de hecho.
—¿De qué tribu eres tú,
piel roja? —me dijo, observándome las manos mientras sacaba un
cigarrillo.
—¿Sabes que mi primer
cigarrillo me lo encendió un príncipe? ¿Te lo puedes creer?
—Claro que me lo creo.
¿Quieres fuego? —me encendió el cigarrillo y nos sonreímos.
Estábamos muy cerca uno del otro, y de pronto se desplomó hacia un
lado y me quedé sola en el espejo.
Había una chica joven, no en
el espejo sino sentada junto a la ventana. Los rizos de su pelo en la
bruma parecían pintados por Botticelli. Leí todos los carteles.
DIOS, DAME FUERZAS. CUNA NUEVA A ESTRENAR (POR MUERTE DE BEBÉ).
La chica metió su ropa en un
cesto turquesa y se fue. Llevé mi colada a la mesa, revisé la de
Tony y puse otra moneda de diez centavos. Solo estábamos él y yo.
Miré mis manos y mis ojos en el espejo. Unos bonitos ojos azules.
Una vez
estuve a bordo de un yate en Viña del Mar. Acepté el primer
cigarrillo de mi vida y le pedí fuego al príncipe Alí Khan.
«Enchanté»,
me dijo. La verdad es que no tenía cerillas.
Doblé la ropa y cuando llegó
Ángel me fui a casa.
No recuerdo en qué momento caí en la cuenta de que nunca volví a ver a aquel viejo indio.
No recuerdo en qué momento caí en la cuenta de que nunca volví a ver a aquel viejo indio.
Lucia Berlin
Manual Para Mujeres De La Limpieza
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