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Mi tío de Lima (Hebe Uhart)

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–¿Con quién vives tú? –Con mi mamá, mi papá y mi abuelita –dije. –Ve a llamar a tu mamá, ¿quieres? Dile que vino José Mazzini de Lima. Observé que la fórmula peruana para pedir una cosa era diferente: él no quería decir si yo quería ir a llamar a mi mamá, era como si dijera: “Quiero que llames a tu mamá con tu consentimiento”, pero disentir era imposible. La voz era rica, plena, suave. No era una voz de argentino. Era como si brotara de algún lugar profundo dentro de él y como si vibrara un poquito en su cuerpo. –¡Vino José Mazzini de Lima! –Abrí la puerta del comedor –dijo mi mamá. Ella se acomodó el pelo y acomodó una silla. Estaba nerviosa: hacía 40 años había llegado el tío Pipotto de Lima justo el día en que se escaparon los chanchos. Ahora este tío y el comedor estaba desordenado, –¡Sacá esos trapos! ¡No servís para nada! Habitualmente esa observación me irritaba, pero esa vez no me afectó; venía un pariente de Lima y por eso mismo iba a esconder los trapos en

Lead Street, Albuquerque (Lucia Berlin)

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–Ya lo capto… Si lo miras de una manera son dos personas besándose, y si lo miras de otra es una urna. Rex le sonrió a mi marido, Bernie. Bernie se quedó ahí plantado sonriendo también. Contemplaban un gran acrílico en blanco y negro en el que Bernie había trabajado durante meses, parte de la exposición final de su máster. Esa noche hacíamos un avance de la muestra y una fiesta en nuestro apartamento de Lead Street. Había un barril de cerveza y todo el mundo iba bastante alegre. Quise decirle algo a Rex sobre aquella burla. Era un desalmado, un arrogante. Y quise matar a Bernie por sonreír como un bobo. Pero me quedé ahí sin más, dejando que Rex me acariciara el culo mientras insultaba a mi marido. Rellené los cuencos de crema de queso a las finas hierbas y de patatas fritas y guacamole y salí a las escaleras. No había nadie más fuera, y estaba demasiado deprimida para avisarlos y que vinieran a ver la increíble puesta de sol. ¿Hay una palabra que sea lo contrario de déjà vu? ¿O u

La luz de un nuevo día (Hebe Uhart)

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A mi mamá Todavía no se explicaba cómo se pudo caer. Ella fue a tender una colcha en la terraza y cuando bajó la escalera se comió el último escalón. Estaba todo oscuro y si bien tuvo la sensación de que daba un paso en falso en el aire, fue como si algo, el espíritu de esa oscuridad, la obligara a hacerlo. Después se cayó y no se podía levantar. Pero desde varios años atrás, algo le pasaba con el último escalón de la escalera, sobre todo cuando el pasillo estaba a oscuras, pisaba el penúltimo escalón y una especie de vértigo la llevaba a comerse el último. ¿Quién la iba a levantar? Doña Herminia era vieja como ella, pero gritó y unos jóvenes que Dios le mandó, una parejita, ojalá tuvieran diez hijos y vivieran mil años, la socorrieron y la llevaron a su cama y adonde estaba doña Herminia. Los jóvenes son buenos; los medianos, no. Los jóvenes como ésos son buenos como su nieta, pero su nieta siempre estudiaba de esas cosas que se estudian ahora y a ella mucho nunca

Mi jockey (Lucia Berlin)

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Me gusta trabajar en Urgencias, por lo menos ahí se conocen hombres. Hombres de verdad, héroes. Bomberos y jockeys. Siempre vienen a las salas de urgencias. Las radiografías de los jinetes son alucinantes. Se rompen huesos constantemente, pero se vendan y corren la siguiente carrera. Sus esqueletos parecen árboles, parecen brontosaurios reconstruidos. Radiografías de San Sebastián. Suelo atenderlos yo, porque hablo español y la mayoría son mexicanos. Mi primer jockey fue Muñoz. Dios. Me paso el día desvistiendo a la gente y no es para tanto, apenas tardo unos segundos. Muñoz estaba allí tumbado, inconsciente, un dios azteca en miniatura, pero con aquella ropa tan complicada fue como ejecutar un elaborado ritual. Exasperante, porque no se acababa nunca, como cuando Mishima tarda tres páginas en quitarle el kimono a la dama. La camisa de raso morada tenía muchos botones a lo largo del hombro y en los puños que rodeaban sus finas muñecas; los pantalones estaban sujetos con int

Lavandería Ángel (Lucia Berlin)

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Un indio viejo y alto con unos Levi’s descoloridos y un bonito cinturón zuni. Su pelo blanco y largo, anudado en la nuca con un cordón morado. Lo raro fue que durante un año más o menos siempre estábamos en la Lavandería Ángel a la misma hora. Aunque no a las mismas horas. Quiero decir que algunos días yo iba a las siete un lunes, o a las seis y media un viernes por la tarde, y me lo encontraba allí. Con la señora Armitage había sido diferente, aunque ella también era vieja. Eso fue en Nueva York, en la Lavandería San Juan de la calle 15. Portorriqueños. El suelo siempre encharcado de espuma. Entonces yo tenía críos pequeños y solía ir a lavar los pañales el jueves por la mañana. Ella vivía en el piso de arriba, el 4-C. Una mañana en la lavandería me dio una llave y yo la cogí. Me dijo que si algún jueves no la veía por allí, hiciera el favor de entrar en su casa, porque querría decir que estaba muerta. Era terrible pedirle a alguien una cosa así, y además me obligaba a hac

En el bote (J.D. Salinger)

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Ilustración: Jonny Ruzzo Era un poco más de las cuatro de la tarde de un veranillo de San Martín. Unas quince o veinte veces, desde el mediodía, Sandra, la criada, se había apartado de la ventana de la cocina que daba al lago, con la boca apretada en un gesto de disgusto. Esta última vez, al apartarse, ataba y desataba distraídamente las cintas de su delantal, aprovechando el escaso juego que le permitía su enorme cintura. Después regresó a la mesa esmaltada y depositó su cuerpo gallardamente uniformado en la silla que estaba frente a la señora Snell. La señora Snell había terminado la limpieza y el planchado y tomaba su habitual taza de té antes de dirigirse a pie por la acera hasta la parada del autobús. La señora Snell tenía el sombrero puesto. Era el mismo e interesante sombrero de fieltro negro que había usado, no sólo durante todo el verano pasado, sino en los últimos tres veranos, pasando por olas monstruosas de calor, transformaciones del sistema de vida, docenas de t