La luz de un nuevo día (Hebe Uhart)
A mi mamá
Todavía no se explicaba cómo
se pudo caer. Ella fue a tender una colcha en la terraza y cuando
bajó la escalera se comió el último escalón. Estaba todo oscuro y
si bien tuvo la sensación de que daba un paso en falso en el aire,
fue como si algo, el espíritu de esa oscuridad, la obligara a
hacerlo. Después se cayó y no se podía levantar. Pero desde varios
años atrás, algo le pasaba con el último escalón de la escalera,
sobre todo cuando el pasillo estaba a oscuras, pisaba el penúltimo
escalón y una especie de vértigo la llevaba a comerse el último.
¿Quién la iba a levantar? Doña Herminia era vieja como ella, pero
gritó y unos jóvenes que Dios le mandó, una parejita, ojalá
tuvieran diez hijos y vivieran mil años, la socorrieron y la
llevaron a su cama y adonde estaba doña Herminia. Los jóvenes son
buenos; los medianos, no. Los jóvenes como ésos son buenos como su
nieta, pero su nieta siempre estudiaba de esas cosas que se estudian
ahora y a ella mucho nunca le gustó el estudio. Doña Herminia la
recibió a ella en su casa y le explicaba todo con paciencia, porque
ella había tenido estudios.
Doña Herminia recibía en su
casa a todas las personas que necesitaban ayuda. Desde que sus hijos
eran pequeños, había tenido siempre una familia paralela a la
propia. Cuando tenía los hijos chicos, antes que éstos comieran,
comían un plato de sopa en la cocina, cuatro chicos silenciosos, que
hablaban sólo si se les preguntaba algo y con voz entrecortada, en
un tono inaudible, como para hablar junto al oído.
Una de ellas, con una nube en
un ojo, era tratada por doña Herminia con el cariñoso nombre de
Rosita; nunca usó un diminutivo para sus propios hijos. Más
adelante el ahijado fue Walter Lioy Lupis, llamado Pulenta por sus
compañeros de escuela; Pulenta cortó la soga de la bandera de la
escuela, hizo caer el pizarrón de la clase al suelo y apareció un
día por los bosques de Palermo viviendo a una gran distancia de
allí.
Los cuatro chicos también
recibían repaso de lectura, repaso que hacían con esa voz apenas
audible, mientras la señora que hacía la limpieza se moría de
rabia porque quería acabar de lavar los platos pronto. Ahora, como a
Walter Lioy Lupis era imposible hacerle repasar la lectura, porque no
entraba en sus planes, y como ese chico le producía ataques de ira a
la señora que limpiaba, él recibía una manzana, un pancito y
consejos útiles para su vida. El lema de doña Herminia era “Los
que están bien se arreglan solos”, aplicable a hijos y entenados;
pero no se crea que por eso era una especie de San Francisco de Asís,
si bien tenía su parte de San Francisco de Asís, tenía otra parte
de Borgia. Porque si un canario cantaba fuerte a la mañana temprano,
decía: —Yo a ese canario le retorcería el pescuezo.
Si le contaban que habían
estafado a alguien, decía: —Hay que ser estúpido para dejarse
estafar.
Y si le contaban de alguna
mujer que estaba enamorada de algún hombre un poco atorrante, decía:
—Yo prefiero cuidar chanchos a seguirle el tren a una porquería
semejante. Las mujeres de ahora no tienen dignidad, es natural que
les pongan la pata encima.
Doña Herminia rezaba dos horas
por día, aparte de ir a misa todos los días. Rezaba por los
caminantes, por los navegantes, por los que pierden la senda, pero
por sobre todo, por los muertos, y entre los vivos, eran preferidos
los que tenían cargas muy grandes en la familia, por ejemplo, podría
ser una madre anciana y ciega con un hijo mogólico.
Le prestaba dinero a doña
Josefa que se iba en taxi a lo del brujo para que le adivinara el
porvenir; también le prestó dinero a doña Josefa para que se
hiciera hacer unos zapatos a medida, ortopédicos, que en vez de
corregirle los juanetes, se los agrandaron. Josefa se quejaba de los
juanetes y de la estafa pero como farfullaba largas peroratas sobre
sus miserias, no se sabía cuándo se quejaba de los juanetes y
cuándo de la estafa. Ella, Genoveva, no la aguantaba mucho a Josefa
y cuando la veía por la calle, se detenía a mirar alguna vidriera,
pero doña Herminia caminaba a la par de Josefa y de vez en cuando le
decía: —Claro.
También venía a lo de doña
Herminia esa chica gorda Silvia, paralítica que iba en sillón de
ruedas. Ella cruzaba la calle ayudada por todo el mundo,
principalmente les pedía a los hombres que la cruzaran.
Una vez uno quiso cobrarle por
cruzar. Silvia hablaba, hablaba con doña Herminia, porque había
tenido estudios, y a la noche no se iba nunca. Genoveva, cuando se
aburría y tenía sueño, decía: —Bueno, Genoveva se va a dormir.
Y las dejaba. Los viejos y los
jóvenes son buenos. Los medianos, no. Su nuera ahora le iba a
preguntar por qué se cayó y de sólo pensarlo se sentía en falta.
Acostada en su cama pensaba en qué le diría a su nuera, porque le
iba a preguntar. Era porque la escalera estaba encerada y el piso muy
resbaloso, por eso era. Ella miró bien y creyó que había puesto el
pie en el último escalón; no era que anduvo distraída, qué
esperanza, pero parece también que la pata no respondió. Habrase
visto esa pata. La hija de la señora Herminia, no se puede decir que
fuera mala del todo, pero si venía a comer con ellas, leía el
diario mientras comía y una vez miró boxeo por televisión, que
boxeo es una cosa que ella no podía tolerar ni comprender. Además,
comen, levantan la mesa ni bien terminan de comer, hablan con esa voz
fuerte, se llevan el mundo por delante. Si ella sabía, dejaba la
colcha sucia toda la vida, maldito sea el momento en que se le
ocurrió tender la colcha. Nunca la quiso en el fondo y le trajo mala
suerte. Eso le iba a decir a su nuera. Que la colcha le trajo mala
suerte.
—Doña Herminia —dijo.
—¿Qué, Genoveva?
—No me puedo mover. ¿Adónde
me van a llevar?
—Va a tener que internarse,
Genoveva, por ahí es una fractura.
—Si, Dios no lo permita,
tengo que ir al hospital, con perdón de la palabra, a la vuelta
querría venir acá. ¡Ay, no me puedo mover!
—Bueno, bueno, ya viene mi
hija.
No era la hija. Era un médico
brotado quién sabe de dónde. Entró, miró todo rápidamente
mientras Genoveva le decía: —Yo fui a tender la colcha y cuando
estaba por llegar abajo de la escalera...
Él le dijo:
—Destápese.
Miró y dijo:
—Es fractura de cadera. Debe
internarse. Son veinte millones de pesos.
Genoveva, que no había
entendido bien le dijo a doña Herminia: —¡Qué suerte que se fue
tan pronto! Seguramente no era nada, porque si fuera algo grave, se
hubiera quedado más tiempo.
—No, Genoveva, es... es...
—¿Qué es, doña Herminia?
—Es fractura de cadera.
—¡Ah! —dijo Genoveva
desilusionada.
Y le entró como un sueño,
como un sopor, un desinterés. Después vino la nuera y le preguntó:
—¿Por qué se cayó?
Pero Genoveva estaba como en
una especie de fiebre y hablaba de unas albóndigas. De repente
mejoró un poco y se conectó mejor, pidió agua; la nuera le volvió
a preguntar: —¿Se puede saber por qué se cayó?
—Ah, no me acuerdo —dijo
Genoveva.
Después vino la hija de doña
Herminia y preguntó entre alarmada y con aire de mártir: —¡Ay!
¿Cómo se cayó?
Y después preguntó a doña
Herminia:
—¿Otra vez se cayó?
—Cualquiera se puede caer
—dijo doña Herminia.
Mientras doña Herminia
acompañaba a Genoveva, la nuera y la hija, las dos medianas, se
repartían las próximas tareas a hacer.
La nuera dijo:
—Yo puedo internarla mañana,
hoy no, porque hoy tengo clase de ikebana y de expresión corporal.
La hija de la señora Herminia
no tenía clase de nada, pero para no ser menos, le dijo que esa
noche tenía clase de galés precámbrico. Finalmente, cada una sacó
su agenda, cotejaron sus horarios. Doña Herminia espió para ver qué
estaban confabulando; ella opinaba que los medianos no piensan más
que en el dinero y los medianos que no piensan en él, son unos
estúpidos. Pero, reflexionaba, son útiles para pedir cosas ante las
autoridades, para todos esos trámites de carnets, que son tan
largos, ellos se las ingenian para hacerlos rápido. La nuera no
podía dejar su clase de expresión corporal porque le iban a enseñar
un movimiento que era la culminación y el compendio de todo lo
aprendido durante el año; o sea, perder esa clase equivalía a
perder más de una clase; pero eso era largo de explicar y sólo lo
entendería una persona que hubiera hecho expresión corporal. Miró
el reloj y dijo: —¡Qué tarde! ¡Qué barbaridad!
Y ofreció sus servicios para
el día siguiente.
—Y sí —pensó la hija de
la señora Herminia—. Ella tendría que internarla. Buscó los
documentos de identidad y los carnets correspondientes. Doña
Genoveva tenía un hermoso portacarnets con cuatro divisiones, para
poner los documentos, pero lamentablemente no estaban allí. En el
primer casillero había un hermoso paisaje en colores, en el segundo,
una foto de un perro lanudo y blanco en la puerta de una casa, en el
tercero, unos chicos en una playa, y en el cuarto, dobladita como
para ocupar el tamaño adecuado, una receta de cocina. Los documentos
estaban repartidos en viejas carteras, todas en buen estado de
conservación, pero se notaba que no estaban en uso; eran sucesivas
carteras, todas parecidas, reemplazables unas por otras, contenían
documentos, ramitas secas de olivo y espejitos perdidos.
Revolver en las carteras y en
la ropa de Genoveva le produjo a la hija de la señora Herminia una
sensación ambivalente; por un lado, sintió cariño y protección
por ese ser tan indefenso; por otro, fastidio, por el mismo motivo.
Genoveva estaba mansamente tirada en la cama, mientras otros
disponían de ella en la otra habitación.
Unos días después, la hija de
doña Herminia fue al hospital para ver a doña Genoveva.
—Por favor —dijo Genoveva—,
sacame este pulóver que tengo entre las piernas.
Ella miró y no había ningún
pulóver, eran heridas como de clavos.
—No es un pulóver —le
dijo—. Son heridas. ¿La operaron?
—No que yo sepa. Vaya por
Dios.
—Sí, la operaron a la
abuelita —dijo una señora joven, que estaba con un camisón con
aire de estar sana dentro de la cama.
—¿Me operaron? —dijo
Genoveva con profunda sorpresa—. ¿Y cómo no me di cuenta?
—Porque le pusieron la
anestesia, abuela —dijo la señora que era muy comprensiva.
—Ah —dijo Genoveva, pero
como si hubiera algo más incomprensible, algo más allá de la
operación, como si ella pasara de sobresalto en sobresalto.
—¿Y tu mamá? —dijo
después.
—Bien, bien.
—Cuidala bien y no dejes que
se quiebre una pata, vaya por Dios.
—Va a venir a visitarla.
—Que no venga, válgame Dios,
a ver si se cae. No, es muy peligroso... hay peligros, la calle es
resbalosa, esta escalera es muy caracola...
La hija de la señora Herminia
tenía tendencia a hacer preguntas metafísicas en momentos
inoportunos. Entonces le dijo: —¿Qué es lo peligroso?
—Eso, peligroso —dijo
Genoveva como si pensara en otra cosa mientras sonreía.
La señora joven que parecía
sana la vio sonreír a Genoveva y dijo, con aire de reconvención a
la hija de la señora Herminia: —Póngale la chata. Hace mucho que
no va de cuerpo.
Después que hizo sus
necesidades, su cabeza funcionó mejor. Además, Genoveva era
indudablemente una persona prudente, se quejaba prudentemente de que
las enfermeras no venían cuando las llamaba, y aunque a veces
desvariaba un poquito, tenía el arte de no criticar en voz alta si
había alguna enfermera cerca, y cuando la limpiaban decía “Gracias,
gracias” y sonreía como un pajarito.
Un día recibió una visita que
le hizo bien. Un doctor joven y simpático se sentó en la cama y le
dijo: —¿Cómo le va, abuela?
—Bien, gracias. ¿Cuándo voy
a caminar, doctor?
Él le dijo, riéndose:
—¿Vamos ya? ¿Nos levantamos
y caminamos?
—¡Válgame Dios! ¡Dios lo
oyera y le dé cien años más de vida!
Entonces Genoveva intentó
pararse y él le dijo, medio riéndose: —No, tesoro, hay que
esperar unos quince días.
—¿Quince días? —dijo con
aire de asombro Genoveva—. Me parece mucho tiempo.
Estaba haciendo un cálculo
arduo. No recordaba en qué mes estaba ni qué día era, no quería
preguntarlo. Pero el doctor se dio cuenta y le dijo: —Hoy es 20 de
septiembre.
—¿Cómo?
—Hoy es 20 de septiembre.
—Ah, gracias, gracias —dijo,
como si “20 de septiembre” fuera algo valioso en sí mismo, una
especie de regalo.
Serían las seis de la mañana
y comenzaba la luz. Genoveva se levantó tratando de no hacer ruido y
llegó hasta la silla que estaba cerca. La silla la iba a ayudar a
caminar. Usó toda su concentración, su propósito y su fuerza en
llegar a la silla; no pensaba en otra cosa. No bien la movió, la
silla hizo ruido y la señora joven que estaba en la cama con aspecto
de estar sana le dijo: —¿Qué pasa, abuela?
—¡Vaya por Dios! ¡Qué
susto! —dijo Genoveva.
La señora joven meditó en su
cama sobre si llamaba a la enfermera o no. Alborotar en el hospital
era pecado y estaba pensando si ella podía corregirlo o aumentaría
el pecado de alboroto llamando a la enfermera. Decidió que no
correspondía esto último y se quedó mirando a Genoveva tratando de
averiguar sus designios. Genoveva empezó a caminar apoyada en la
silla, con las piernas duras y llegó hasta la puerta. En su esfuerzo
por no hacer ruido, de repente iba silenciosa y por momentos, cuando
más quería evitarlo, la silla daba unos chillidos atroces. Al
llegar a la puerta de la habitación que daba al pasillo, vio un
bulto: era la enfermera caba, la enfermera gorda. Aun vista de lejos
bajo esa primera luz de la mañana que volvía todo dudoso, era tan
rotunda, tan consistente, que Genoveva después de espiar y sin saber
que era la enfermera caba, se volvió para su cama. Pero estaba muy
contenta porque había caminado y además porque esa mujer gorda de
blanco no la había visto. Pero sus piernas estaban duras. Por eso,
debían ser hijas del rigor. A la nochecita, cuando todos cenaron y
estaban en la cama, ella se dispuso a salir de nuevo pero esta vez
empujando con energía a sus piernas; entonces las insultaba, sobre
todo a una, le decía: “Vamos, camina, estúpida, no te hagas la
chancha renga, ¿qué te has creído, eh?”. Y parecía que la
pierna entendiera, porque obedecía un poco más. “Habrase visto,
no querer caminar —le decía—. Avanza un poco más, avanza un
poco más.”
Cuando pudo avanzar un poco
más, siempre acompañada por la silla, empezó a pensar: Sí, ella
iba a caminar para ir a la casa de doña Herminia. Allá había que
comprar la carne bien comprada, había que dar vuelta el colchón,
porque doña Herminia sola ya no podía, y después estaba también
la fabricación del puré. El puré que ella hacía le gustaba a doña
Herminia, porque como ella era una mujer de estudios, hacía un puré
granuloso, en cambio a ella le salía un algodón, le dejaba siempre
hacerlo a ella. ¿Quién lo iba a hacer ahora que ella no estaba? Y a
la tarde, Genoveva leía en su libro de Misa, al lado de la ventana,
donde estaba el plátano. El plátano no daba frutos, pero tenía una
hoja verde y ancha, que parecía comestible. Ella iba a ir a sentarse
para ver el plátano si Dios la ayudaba y si la enfermera gorda, Dios
no lo quiera, no le impedía caminar ayudada por una silla. No tenía
que verla la enfermera gorda, si la veía la iba a retar tanto que
del miedo se le iban a aflojar las piernas.
Un día salió a caminar un
poquito por el pasillo, como los días anteriores, pero había más
revuelo en el pasillo central y se quiso acercar a mirar, era como un
mareo de tanto revuelo; unos pasaban con frascos de líquido
amarillo; otros, llevando gente en sillas de ruedas, un hombre iba en
piyama y una enfermera iba con una torta.
Entonces Genoveva con terror de
caerse porque avanzaba tanto, se fue acercando mientras insultaba a
la pata para que respondiera. Por un lado decía: “Pata, respondé
o te castigo”, por otro pensaba en el puré que iba a hacer cuando
fuera a lo de doña Herminia, y por otro sentía un mareo, un temor,
como si viera todo nebuloso alrededor. Pero cuando llegó al centro
del pasillo, sintió una voz que decía: —¡Bien, abuela, bien!
Y otra voz agregó:
—¡Mire qué bien, cómo
camina la abuela!
Ella sonrió con su humilde
sonrisa y dijo:
—Gracias, gracias.
Y la enfermera gorda tuvo que
ver esto cruzada de brazos, esa infracción a las leyes del hospital,
porque todos estaban rodeándola y festejándola.
Doña Herminia deseaba que
viviera y que volviera Genoveva; pero como sabía que había que
aceptar la voluntad de Dios y la voluntad de Dios a lo mejor era que
ella muriera, doña Herminia le iba a rezar a San Antonio de la
medalla milagrosa, para que por su intercesión fuera acordada la
gracia.
San Antonio de la medalla
milagrosa no era un santo al que se pudiera molestar todos los días;
había que reservarlo para circunstancias especiales; era para
convocarlo justamente cuando uno sentía que los otros santos se
hacían los fesas. Ahora, ¿cómo era posible que una persona como
doña Herminia, que había tenido estudios, que era capaz, en caso de
apuro, de enunciar correctamente la ley de Boyle-Mariot o de ubicar
de acuerdo a la lógica de los acontecimientos, la fecha de la
batalla de Maipú, cómo era posible que creyera en San Antonio de la
medalla milagrosa? Por un problema de jurisdicciones y domicilios;
San Martín tenía su domicilio y jurisdicción en los Andes, la
jurisdicción de la ley de Boyle-Mariot abarcaba los líquidos y San
Antonio de la medalla milagrosa actuaba, desde su lugar espiritual,
en los casos difíciles, siempre que no se lo molestara demasiado. En
fin, cada uno en su casa hace lo que quiere y lo que puede. San
Antonio de la medalla milagrosa no era como San Antonio de los
objetos perdidos; a este último uno lo invocaba buscando por ejemplo
el plumero por toda la casa, pero era una búsqueda alegre,
despreocupada; uno revisaba los rincones, se encontraba con un poco
de polvo y recordaba que ese lugar precisaba una barrida; San Antonio
de la medalla milagrosa requería todo el esfuerzo, toda la
concentración del pensamiento puesta en el pedido. Una vez que rezó
y que hubo pedido su parte, sintió el aflojamiento de la fatiga y
esperó pacientemente que el santo hiciera la suya.
Cuando estaba por hacer su
desayuno con la leche que reconforta y las galletitas que dan fuerza
a las piernas flojas, sonó el timbre. Sonó el timbre y oyó un
tamborileo de dedos en el vidrio de la ventana de afuera; alcanzó a
ver una cara borrosa y una manito que se agitaba alejándose en
gracioso saludo y un auto que partía. ¿Quién era? No la conocía.
Después, el timbre, insistente; salió a ver y era nada menos que
Genoveva.
Genoveva, cuando la vio a doña
Herminia, dijo:
—¡Dichosos los ojos!
Doña Herminia no podía decir
lo mismo; tenía a sus ojos absolutamente domesticados desde hacía
mucho tiempo: no les permitía que se sobresaltaran por nada. Doña
Herminia pensó que era una suerte que no hubiera moros en la costa;
la nuera se había ido y por suerte esa mañana no vino su hija; su
hija ya le había dicho, con voz entre agorera y amenazadora, que
para que volviera Genoveva a esa casa, era muy conveniente que
trajera consigo una constancia de salud física, otra de equilibrio
homeostático, un electroencefalograma y un pronóstico a corto y
mediano plazo acerca de su enfermedad.
Doña Herminia observó que
Genoveva caminaba con mucha dificultad, casi con dolor y que el dolor
de caminar la hacía palidecer. Y bueno, pensó: “no va a correr
una maratón. Con que camine de la pieza al baño, es suficiente”.
Después que se saludaron y que le guardó el bolsito a Genoveva, le
preguntó solícita: —¿Ya desayunó?
—Creo que sí —dijo
Genoveva.
—¿Cómo, creo que sí,
vamos, Genoveva, tomó o no el desayuno?
—Algo.
—¿Y qué tomó en el
desayuno?
Genoveva pensó y pensó y
después dijo, un poco alarmada: —¿Sabe que no me acuerdo?
—Bueno, bueno, no es nada.
¿Quiere desayunar de nuevo, o bah, digamos, desayunar?
—Si no es molestia —dijo
Genoveva con una sonrisita agradable, como la de alguien que comete
una picardía pequeña y buena.
—Y bueno —pensó doña
Herminia—, perdió la memoria. Y bueno ¿para qué necesitaba tanto
la memoria? Historiadora no iba a ser. Bah, y a veces, cuando una
persona sufre mucho en la vida, casi es un bien perder la memoria,
Dios sabe lo que hace...
Genoveva lavó los peines,
durmió la siesta y después a la tarde, entre las dos hicieron un
pan dulce con mucha fruta abrillantada, nueces y pasas. A la noche,
cuando se fueron a dormir, cada una en su habitación, doña Herminia
la despidió en el marco de la puerta, diciéndole: —Que el Señor
nos conceda la luz de un nuevo día.
Pero antes de irse a dormir,
apoyaron las palmas de las manos mutuamente, se sonrieron mirándose
a los ojos, con amor carente de todo rencor.
Hebe Uhart
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